Hasta el paisaje de La Habana parece renovado. Las calles están más limpias y los nuevos buses Yutong, de procedencia china y que han sacado de circulación a los odiados “camellos” (camiones con un trailer adaptado para llevar a cientos de pasajeros, propios del período especial), han ayudado a que los cubanos tengan un semblante más alegre, relajado y menos sudado. Sí. Esta nueva fase -que no sabemos cuánto durara- permite ver a habaneros vestidos de chaqueta y corbata, sin que sea una tortura bajo el sol del Caribe, en parte, gracias al flamante transporte público.
Incluso, un elemento característico de todos los años de la era de Fidel, ha comenzado a perder protagonismo. La propaganda gráfica, en cada cuadra, en cada muro despejado o en cada cartel oficial ya no es omnipresente. Ya no se ve la consigna revolucionaria a cada vuelta de la esquina. Ni el rostro de Fidel (al que se había sumado el de Hugo Chávez, últimamente) convocando a todos y a cada uno a “hacer revolución” en cada barrio. La mano y el estilo de Raúl Castro son claros. Su escaso interés por figurar (demasiado), que algunos interpretan como su gusto por operar desde las sombras, se percibe en cada rincón, en cada calle.
El contrapunto entre los hermanos Castro es inevitable. Mientras uno se preocupaba más por su poder, por su lugar en la historia, por sus batallas, y (como no) por su salud, el otro, siempre ha sido el gran organizador, preocupado del bienestar de sus subalternos, de su tropa y ahora de sus ciudadanos, aunque con escaso interés por el propio estado físico, ya sea en costumbres y aficiones. Como no, eran el número 1 y el número 2. Y La Habana comienza a notar que se están invirtiendo las posiciones.