jueves, 31 de diciembre de 2009

Fidel es su mismo sueño

Esta es la segunda entrega de Norberto Fuentes, autor de The Autobiography of Fidel Castro, para el blog The Huffington Post. La versión íntegra y original de Norberto.

Por Norberto Fuentes

El 31 de agosto de 1986, luego de un interminable viaje de 17 horas desde La Habana, con escala en Islas de Sal, frente a Cabo Verde, Fidel Castro llegó a Harare (Zimbabwe) para participar en la conferencia cumbre de los países no alineados. Se instaló en el chalet de las afueras de esta bucólica ciudad que le habían adquirido y preparado los especialistas del Ministerio del Interior y que luego serviría como residencia permanente del embajador cubano. Había un jardincito amurallado contiguo a la puerta principal y el chalet era remoto y el mediodía sin sobresaltos cuando Fidel salió al patiecito desde adentro de la casa, enfundado con una bata de casa morada, que le caía hasta los tobillos, y pantuflas. Comenzó a dar unos pasos, las manos en los bolsillos de la bata, cuando advirtió la presencia de una docena de sus colaboradores arremolinados en el parqueo contiguo a la muralla y regresó a la casa. Entonces el que salió al patio fue el coronel Joseíto —José Delgado— el jefe de su escolta, que se viró hacia el grupo y dijo, en un auténtico tono de súplica: “Caballeros, coño, salgan de esa entrada y no miren más para acá, para que él se crea que está solo.” En todo el transcurso de mi experiencia cerca o junto a Fidel, éste lo tengo registrado como el momento más patético. Demasiado inteligente para saber que su soledad era un imposible, parecía contentarse con la creencia de una ilusión. No obstante —y eso quedaba por descontado— era una soledad que se garantizaba por el despliegue de una compañía reforzada de los rangers de Tropas Especiales traída desde La Habana para la ocasión y armada hasta con cohetes antiaéreos portátiles.

Implícito en la escena, ese cierto patetismo —término que no empleo peyorativamente—, es debidamente revelador de una personalidad en permanente lucha por asegurarse un perímetro de intimidad y hacerlo inviolable. Esto se expresa, más bien se justifica ideológicamente, de muchas maneras y ofrece además unos dividendos inesperados. La idea expresada en palabras del mismo Fidel es que no debe mezclar su vida personal con la política. En ese caso, por decantación, nada mejor que su guardia pretoriana para trazar y defender la frontera. Es donde hace acto de presencia su verdadera preocupación: disponer del mejor servicio de escolta del mundo. Idea y escolta que luego le sirven (lógico) para darse la gran vida en francachelas con el empleo de sus misteriosas casas de seguridad o, como ocurrió en una época, para eludir la persecución constante que Celia Sánchez —su compañera de guerrilla en la Sierra Maestra— le montó por toda Cuba cuando supo de los devaneos amorosos de Fidel con Dalia Soto del Valle.

En lo tocante a su familia, vale contarlo, este concepto de reducto fortificado ha sido defendido aún con mayor encarnizamiento. Estoy hablando de la familia verdadera, de esta señora, su mujer, Dalia, y de los cinco hijos tenidos con ella, en orden decreciente: Alex, Alexis, Alejandro, Antonio y Ángel. De vez en cuando, en los últimos tiempos, surgen algunas fotos de la intimidad familiar y se publican fuera de Cuba pero la explicación del establecimiento sobre estas filtraciones es de resignación: normal que ocurra porque cada uno de los muchachos ha crecido y ha cogido su rumbo. No los pueden tener siempre bajo protección del feudo. En realidad, bien mirada las cosas, pese a las escasas fotos publicadas en revistas de chismes fuera de Cuba, ha sido un triunfo del servicio de Seguridad Personal, porque hasta la mayoría de edad nunca hubo acceso ni siquiera a la imagen de los jovencitos.

Todo parte en su origen de un criterio elaborado por Fidel —que es político (aunque él quiera revertirlo como un asunto de seguridad)— y, en sus propias palabras, muchas veces vertidas en el círculo más estrecho de sus amigos, es el de no contaminar a su familia con el resto de sus subordinados.

Y no es solo para el vulgo. Ni siquiera Raúl Castro ha tenido acceso a esa familia y sus predios. Raúl se volvió loco de alegría el día que su hijo Alejandro, ya con más de 20 años de edad, vino a conocer finalmente a un par de sus primos, dos de los hijos de Fidel, de forma casual en una fiesta. Fue una ocasión de exaltación para el general de Ejército y jefe de las Fuerzas Armadas, al enterarse, y llamó a los subordinados que tuvo a la mano y mandó a buscar vodka para brindar por el encuentro. Y no solo el contacto de unos primos. El acceso de Raúl y sus familiares, al igual que el de cualquier otro ciudadano, a la piscina térmica bajo techo de la afamada clínica CIMEQ, está prohibido cuando Dalia la va a usar.

Las explicaciones para la conducta de Fidel y para el manto de protección en el que hace vivir a su familia pueden ser múltiples pero el argumento básico termina inexorablemente en la CIA. Claro, ésa es también una explicación externa. Y yo diría —producto de mis observaciones “at close range”—, que las razones pueden ser tan íntimas como las que reveló el coronel Joseíto aquella mañana de Harare. Sentirse solo. (Aunque ya debe ser muy tarde para que revierta el curso.) Así pues, hasta ahora, lo que hemos tenido es a un hombre que emite señales de distracción de manera constante, metódica. En fin, un hombre revestido de una corza de enigmas y que cuenta con el apoyo de todo el aparato represivo de un Estado para lograr su objetivo. Yo creí descubrir una fisura, sin embargo. Lo supe el día en que llegué a una simple conclusión literaria. La novela de la Revolución Cubana tenía que pasar por este personaje. Este fue precisamente el desafío que me llevó a escribir el libro que ahora se llama La autobiografía de Fidel Castro.

Entonces, en el silencio de mi imaginación, no solo surgió la biografía como un proyecto sino que tuve desde ese momento la comprensión de que iba a ser algo más complicado que un trabajo académico. No podía ser una biografía más sobre Fidel Castro, de las que atiborran los estantes. Pero hubo que atravesar una selva de contradicciones y aprender algunas cosas. La primera es que la única manera de realmente contar la historia es sin valoraciones morales. Lo segundo, que el viejo apotegma heminwayano de que debes escribir en primera persona para que te crean, podía ser también válido para contar la vida de un político cubano que ha acaparado la atención mundial durante los últimos 50 años. Esta era una nave que solo se podía manejar desde la cabina de mando. Ahí era donde yo tenía que situarme, tener la decisión de hacerlo y mantener la convicción de que la novela es un instrumento del conocimiento tan válido como el ensayo o la Historia, y mucho más allá aún, porque es el único completamente libre.

martes, 22 de diciembre de 2009

Noche de sábado con Fidel

Esta es la primera entrega de tres que Norberto Fuentes trabajó para el blog The Huffington Post (1) con motivo de la aparición en Estados Unidos de su libro The Autobiography of Fidel Castro (2). En forma exclusiva presento la versión original en español, tal como Norberto la escribió.

Por Norberto Fuentes

Tenía cuatro teléfonos negros sobre el buró, a la izquierda. A través de esos aparatos progresó la historia de la Revolución en estas cinco décadas. A través de ellos se había articulado sus argumentos, sus órdenes, sus citas, sus compromisos y, pocos lo saben, con ellos dedicó repetidas noches a comunicarse con congresistas y senadores norteamericanos —mientras más recalcitrantes en su contra, mejor— para, en vehemente tono de “Saulio, Saulio, ¿por qué me persigues?”, contarles su programa revolucionario y sus anhelos de paz y prosperidad y de barrer con la injusticia en suelo cubano. Noches enteras en esa actividad. “Senador, con su permiso. Larga distancia. Desde La Habana. Dice que es Fidel Castro. No. Ninguna broma. Fidel Castro”.

En un par de ocasiones, estando yo al otro lado de ese buró y mientras charlábamos sobre cualquier cosa, tuve oportunidad de disfrutar de la torpeza con que se desempeñaba al pulsar las teclas de los teléfonos. Tiene unos dedos largos y finos, de uñas cuidadosamente arregladas y probablemente esmaltadas como sólo se lo permitían los dones de la mafia en La Habana de los años 50, unos dedos sin duda delicados, diríase que femeninos y más femeninos aún a la hora de recibir su llamada y oprimir el botón de acceso a la línea que le indique su oficial de guardia. Da un golpecito sobre la tecla, como picoteando, para no lastimarse las uñas que, extraña pretensión, han sido limadas en forma puntiaguda.

“Esta mierda”, me dijo uno de esas veces, teléfono en mano.

En el cubículo contiguo, atendiendo la centralita, estaba el teniente coronel Cesáreo, un veterano de su escolta, que me había honrado con el beneficio de darme la espalda mientras yo hablaba con el Comandante, por lo que deduje, una de dos, o que mi persona gozaba de la mas absoluta de todas las confianzas o que no se me tomaba como un peligro potencial.

Esta mierda, yo debía saberlo, eran todos los teléfonos del mundo que requerían pulsarse.

Había sido una noche animada por la sorprendente conducta de Fidel. Era una en la que yo me sentía muy cerca de él, pero que a su vez me desconcertaba. El caso es que se mostraba urgido de una especie de sentimiento de solidaridad. No parecía serle suficiente mi natural admiración por su persona, por sus desempeños como jefe de la Revolución. Quería otra cosa. Un sábado de febrero o marzo de 1984. Fidel me mostró su último trofeo: un enorme tabaco, como de un metro de largo, colocado sobre una base de madera, enviado por el sindicato de una fábrica de puros que acababa de ganar una emulación productiva. "¿Qué te parece? ¿Um? Ganan la emulación y me mandan este tabacón. Nobles que son".

En efecto, había algo más que puerilidad en el diálogo. Algo que, me van a perdonar, era no sólo perturbador sino que reclamaba compasión. Quizá nadie mejor que yo en aquel momento para procesar toda la información que se estaba emitiendo y actuar en consecuencia porque soy un escritor y porque aprendí arduamente la lección de mi maestro Hemingway cuando dijo que un escritor tenía que acostumbrarse a su soledad. Aquel hombre no era un escritor, era seguramente por naturaleza un asesino tan despiadado como temperamental y no podía ser escritor porque carecía de una verdadera capacidad de abstracción y porque su pensamiento no era parabólico y por tanto no podía concebir moralejas amén de que en los próximos años, entre él y yo, estableceríamos argumentos de sobra para convertirnos en enemigos a muerte —y a muerte será, compañero— pero aquella noche probable de febrero, yo con mis reglamentarios jeans y chaqueta Levi´s y él con sus investiduras eternas de la guerra en la jungla, éramos dos seres equipados sólo con nuestras soledades, y como navajos con sus tesoros de baratijas, no teníamos otros bienes para compartir, dos náufragos que se intercambian saludos de desesperanza a lo lejos y en la vastedad del océano y de inmediato, impulsados por corrientes contrarias y que no dominan, siguen de largo, cada cual por su rumbo.

"Cojones —me dije—, pero qué soledad la de este hombre".

Devolvió el trofeo con el tabaco al librero detrás de él y debe haber pensado que su objetivo no había sido conquistado porque dio un sonoro suspiro, más bien un respingo, y me preguntó, imperativo: “¿Qué hora tú tienes ahí?”

Como si él no tuviera un reloj.

Claro, después de mi cuenta, el problema era que yo estableciera desde mi hora, su próxima arremetida.

“Las siete, comandante”.

Como las siete”, dijo, reflexivo.

Evidentemente una hora aún temprana para el efecto que quería lograr.

“Pues ahorita son como las nueve ¡y yo aquí todavía, trabajando!”

Volvió a su reflexión autocompasiva.

"Sábado por la noche y yo trabajando."

Muy difícil responder a una declaración como esta sin desbarrancarse en el plano inclinado de la adulonería más absoluta --e innecesaria. Tan difícil como ignorar la apetencia de un personaje de este calibre que lo único que te está pidiendo, y que él quiere y que necesita, es que tú le sueltes una sinecura, le digas que se esta sacrificando por el pueblo y que no tiene hora ni descanso en su entrega y que nada calma su dedicación total a la patria, en realidad, a las humanidad entera. En fin, que desesperaba porque lo mimaran. Que yo lo mimara. A Fidel Castro.

"No, del carajo, Comandante", dije, casi como quien ofrece un pésame por la muerte del padre, que es cuando, meditabundo, logré a plenitud, aunque casi involuntariamente, la precisión enunciativa que requería el momento, y le dije:

“Nadie en el mundo creería esto.”

Oh, cómo le gustó esa frase.

En realidad yo estaba pensando que nadie en el mundo creería que yo estaba en esa situación con Fidel Castro de no saber cómo agasajarlo por unos segundos y se me escapó en voz alta la expresión.

“¿Verdad?”, exclamó, el rostro iluminado.

“Nadie”, insistí, convencido.

“Un sábado por la noche y yo aquí, trabajando, mientras el pueblo se va por ahí, de fiestas. De verdad que nadie lo creería”.

Nadie. Nadie lo creyó. Ni siquiera lo supo. Pero, de cualquier manera, yo tuve conciencia aquella noche de que la banalidad, pese a consumir un alto por ciento de la existencia, nunca se reconoce en la Historia. El problema era entonces saber si podía escribirlo.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Héroe de dos patrias

Por Alvaro Alba
Periodista especializado en asuntos rusos. Acaba de terminar El enviado del Departamento Internacional, sobre Ramón Mercader y el asesinato de Trotsky.

El más aristocrático de los príncipes rusos y el más exitoso de los agentes del Kremlin. Viacheslav Vasiliechiv Tijonov ha fallecido. Las condolencias por la muerte del actor quien murió en Moscú a los 82 años de edad, fueron enviadas por el Presidente Dimitriv A. Medvedev y el primer ministro Vladimir V. Putin. Tijonov es recordado por su actuación en la serie de televisión 17 instantes de una primavera, símbolo —en la época de la Guerra Fría— del exitoso agente de los servicios secretos del Kremlin infiltrado en los altos mandos nazis. Fue tal el impacto que se convirtió Stirlitz en un héroe, lo mismo en Moscú que en La Habana. Aquel impávido, fiel, calculador y analítico agente era el prototipo del espía soviético. Pero también deslumbró Tijonov cuando interpretó al aristocrático príncipe Andrei Bolkonski en La Guerra y la Paz, cinta que logró un Oscar en 1968. Su carrera se remonta a 1948 cuando fue uno de los héroes del Komsomol en la epopeya de La Joven Guardia.

En 17 instantes de una primavera como coronel de la inteligencia militar Maxim Maksimovich Isaev, el Standartenfuher Max Otto von Stirlitz impidió las negociaciones entre Estados Unidos y la Alemania nazi finalizando la Segunda Guerra Mundial. La película salía al aire en 1973. Entre las leyendas del Kremlin existe la de que Leonid I. Brezhnev, entonces secretario general del PCUS, ordena condecorar al héroe de la cinta. Cuando se le informó que el personaje en cuestión era la sumatoria de varios casos de agentes en un solo personaje de ficción, ordenó entregar la estrella de oro de Héroe del Trabajo Socialista a Tijonov. Tuvo las máximas condecoraciones del país: Orden Lenin, Revolución de Octubre, los Premios Estatales y Lenin, una medalla del KGB y la exclusiva categoría honorífica de Artista Popular de la URSS. Desaparecida la URSS obtuvo las órdenes Servicio ante la Patria, de Cuarto y Tercer Grado, Orden de Honor y Premio Presidencial.

Desde que fue Stirlitz, se convirtió Tijonov un actor venerado por gran parte de los personajes del Kremlin; desde Brezhnev hasta Putin. Y debido a su personificación de un espía soviético modelo, un héroe del espionaje, caballero de capa y espada. Fue protagonista en otras cintas sobre el espionaje soviético como TASS esta autorizada a informar, Expansión, Una bomba para el señor presidente, etc.

Todas esas obras, incluida 17 instantes salen de la pluma de Yulian Semionov, quien compartió pupitre en la década de los 50, en el Instituto de Estudios Orientales de Moscú, con Evgueni M. Primakov, ex jefe del espionaje ruso y ex canciller. Curiosamente, nadie sabía entonces, que Semionov, siempre con el beneplácito del KGB, venían labrando el camino de la Perestroika rompiendo con el estereotipo del enemigo. No es de extrañar que Semionov terminara en el equipo de avanzada que le preparaba los discursos a Mijail Gorbachov. En la Lubianka le brindaban el material, y Semionov fabricaba los héroes. Pero aunque se confiaba en el actor, no todos en el Kremlin confiaban en el escritor. Ya para finales de los 60, el ideólogo de turno en el Kremlin, Mijail A. Suslov pidió detener la proyección de la serie por el alto índice de aprobación y admiración que tenían los personajes negativos: Walter Schellenber, jefe del contraespionaje alemán, y Heinrich Müller, jefe de la Gestapo. Pero lo que más molestaba era la recia personalidad del Stirlitz que interpretaba Tijonov. (Ya desde entonces y también en el debido silencio de los servicios especiales se establecía unas distancia entre Vladimir Putin y la gerontocracia).

Pocos personajes han tenido la influencia de Stirlitz en la sociedad y la cultura soviética y ahora en la rusa. Son miles las bromas que se escuchan en Rusia (una de las mejores decía que Stirlitz no estaba obligado a hacer cola para saludar al Fuherer debido a su condición de Héroe de la Unión Soviética), y en otra época en la URSS donde Stirlitz es siempre el héroe; mofándose de nazis, autoridades soviéticas y rusas. Putin, dicen sus biógrafos, consideraba a Isaev/Stirlitz, su modelo de héroe – el espionaje soviético y Alemania. Su última filmación fue en la segunda parte de Quemados por el sol, un drama sobre las purgas estalinistas que debutó en 1994 y también fue Oscar a la mejor película extranjera. Esta segunda parte saldrá el venidero 9 de mayo, Día de la Victoria sobre el fascismo, y nadie duda del éxito de la cinta que en ambas ocasiones condujo Nikita S. Miljalkov. Irónicamente el actor del agente Isaev/Stirlitz terminó su obra rodando la segunda parte de una cinta donde agentes del espionaje y la seguridad soviética acababan en el Gulag.