viernes, 26 de agosto de 2011

Huid despavoridos, que ahí
viene el glorioso Ejército Rojo

Desde la izquierda, en una excursión organizada por la UNEAC a la ciudad de Cienfuegos en 1980: Miguel Barnet, Pablo Armando Fernández, Norberto Fuentes y Nelson Herrera Ysla.

Por Norberto Fuentes


El discurso de Miguel Barnet por el 50° Aniversario de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) es, desde cualquier perspectiva, una mentira.

La UNEAC como sociedad de socorros mutuos (“El objetivo principal desde su creación (…) y el Congreso de Escritores y Artistas de 1961 —dice Miguel—, fue el de unir en un corpus coherente y dinámico a los escritores y artistas cubanos que vivían en un status de desamparo social y en muchos casos en el olvido”) queda establecida desde este enunciado del segundo párrafo, aunque no creo que fuera la intención primaria de sus palabras, y mucho menos que nos diéramos cuenta de la humillación implícita. Sólo se trata de cubrir con una viscosa mermelada de santidad las bondades de la institución.

Las huestes de pasadores de hambre reivindicados, que Miguel cita en su discurso (él, no; él era un niñito bien, del Vedado, creo), vinieron a la Revolución a pedir. Lo que pasa con individuos como yo, es que somos de razas diferentes. Yo —al menos— si me sumé a la Revolución, fue para combatir, y sobre todo para no perderme la experiencia, algo equivalente al paso del cometa Haley, solo dable a observar una vez en la vida. Y —me apresuro a declarar—, no existo como artista porque una institución me recuerde. Existo —y esa debe ser la norma— mientras pueda reivindicar que soy el autor de una obra. Cuando tú te pones a recoger artistas tirados por los mugrientos portales para proporcionarles un baño y un plato de potaje, no creo que por eso su obra adquiera mayor relevancia. Puede que mi metáfora parezca un poco exagerada, pero no está muy alejada de la propuesta del discurso de Barnet. Léanlo otra vez. Además de que todavía está por conocer uno de esos desamparados con una obra de relevancia entre las inmundicias de su hábitat. Si por lo menos nombrara uno.

El olvido. Qué curioso. No otra cosa le pidió Fidel Castro a Gabriel García Márquez en relación conmigo después de la Causa Número 1 de 1989. Le dijo que no me llamara más y que lo ayudara a hacer todo lo posible porque se me olvidara. Coño, si ésa es la clave. El olvido como táctica. Y después que te tengan tan olvidado como el nombre del primer indio que atisbó las carabelas de Colón, ya tú sabes —cuchilla con uno. Que ya en ese momento es el olvido como estrategia.

Henry Miller o Hemingway (con toda el hambre que ambos reclaman haber pasado en París) debieron ser rescatados por los brazos maternales de la UNEAC, de haber sido cubanos. Si bien no tendríamos hoy los Trópicos o El sol siempre se levanta, a ellos no les hubiera fallado el cheque mensual y en última instancia la UNEAC, o vaya usted a ver si el Partido, se ocuparía de hacerlos recordar por decreto.

Además de que cuentan los beneficios indudables de parte del Estado. Es decir, la puesta en marcha del mecanismo de domesticación. Vayamos al grano. ¿Se concibe un Alexandr Solshenitzin con su cheque mensual garantizado por una institución equivalente de su país? Peor aún: ¿bajo tales condiciones de mantenimiento se hubiese escrito alguna vez El Archipiélago Gulag? Una de las grandes tragedias de la sociedad artística criolla es el profundo conocimiento de la miseria en Cuba que tiene Fidel Castro. Su empeño —sin duda noble en los inicios—, de convertir el país en una creche tuvo su origen en ese conocimiento. Y es encomiable la maestría con que enseña el muñeco y lo agita ante los ojos de los intelectuales para recordarles que hay algo más temible que la censura: el hambre.

De todas maneras, había un grupito de tipos más avispados, que la Revolución no los hallaba tirados por los supuestos portales del olvido y que Fidel también supo cómo lidiar con ellos. Comprándolos, por supuesto. A casi todos los nombró en las embajadas cubanas de medio mundo (de cualquier manera había que llenar esos puestos dejados vacantes por los batistianos) y así, sin salirse del presupuesto, los alejaba de Cuba, y con el poquito de dólares que les metía en el bolsillo, los comprometía además con unas incipientes labores de inteligencia, que se supone se produzcan desde las embajadas. De ahí surgieron los Guillermo Cabrera Infante y los Heberto Padilla. Por cierto, ni una sola mención al affaire Padilla en toda la alocución de Barnet, pese a ser el más notorio de los escándalos en el mundo artístico cubano de toda su historia y haberse producido de inicio a fin bajo los auspicios de la UNEAC.

El realismo socialista. Tal es el único problema que parece haber detectado Barnet mientras revisaba la historia de la UNEAC en preparación de su discurso. Aunque quizá se está aproximando a una verdad. No tiene la menor idea de por dónde está navegando pero hay algo por ahí. Menciona el realismo socialista como un lugar común seguro y permite que su discursito escape con el buen tono de una crítica plausible. Pero suelta como al descuido que la implantación del realismo socialista en nuestros predios amenazaba. Lo que no sabe aún es que realmente había una fuerza que entraba en el juego y que no creía en ninguno de los postulados de las generaciones anteriores de artistas. Los futuros escritores cubanos se hallaban en ese momento abriendo los grasosos huacales de armamentos soviéticos y checos acabados de llegar al tiempo que se disputaban los ejemplares de Los hombres de Panfilov y La carretera de Volokolamsk, las novelas soviéticas con que la Imprenta Nacional de Cuba comenzaba a inundar el país. Fidel abasteciéndonos de armas y de libros. Fusiles M-52, metralletas Ppsha y realismo socialista a granel. Pero eso es asunto para otra crónica.