Son los gobiernos (de países europeos y latinoamericanos) que han mantenido negociaciones y conversaciones tranquilas y alejadas de las cámaras y de toda estridencia, los que han podido conseguir beneficios para los disidentes y su difícil apuesta. Por el contrario, aquellos que quisieron asumir una postura de enfrentamiento con La Habana y que, haciendo oídos sordos a las exigencias oficiales cubanas, se encontraron con la discrepancia política, se estrellaron en un muro y todos sabemos como terminaron. Estoy pensando en Aznar, de España, y en Fox, de México. En ambos casos, concluyeron sus gobiernos abiertamente desprestigiados, y sus esfuerzos en pro de la disidencia cubana, tuvieron un precio demasiado alto para sus supuestos beneficiarios. Fox quedó trasquilado tras el escándalo de la cumbre de Monterrey de 2002, cuando le pidió a Fidel que se fuera después del almuerzo para no encontrarse con Bush ("me acompañas a la comida y de ahí te regresas", dijo el mexicano en las grabaciones reveladas por Castro). Aznar, como aliado incondicional de Bush en su guerra en Irak, quedó como embustero cuando culpó a ETA de los atentados de marzo de 2004, pese a que todos sabían que los responsables eran otros. Mientras que la disidencia cubana recibió un fuerte remezón en abril de 2003, cuando 75 de los suyos fueron sentenciados a condenas de prisión de hasta 25 años.
Otra cosa es el doble rasero de los mismos políticos que exigen reuniones con la disidencia cubana, pero que callan cuando los gobiernos realizan visitas o firman acuerdos comerciales con países no-democráticos, como es el caso de China (un socio demasiado importante para molestar), sin pedir ningún tipo de contacto con los grupos de oposición interna.