LOS VIEJOS BUENOS TIEMPOS. En la Casa de Protocolo número 6, conocida como casa de Gabo. Desde la derecha: Vilma Espín, mujer de Raúl Castro; Alcibiades Hidalgo, jefe del Despacho Político de Raúl Castro; Carmen Balcells; Rui Guerra, cineasta brasileño; Armando Hart, ministro cubano de Cultura; Carlos Aldana, secretario ideológico del Partido Comunista; y Norberto Fuentes.
Por Norberto Fuentes
El episodio de un extranjero que le solicita la libertad de los presos políticos a Fidel Castro, es algo que yo había conocido antes. Los campeones de la actividad son los extranjeros, los americanos —Jesse Jackson, Edward Kennedy, Bill Richardson— sobre todo. Carmen Balcells, la famosa agente literaria de Gabriel García Márquez, probó fortuna una vez. Aunque no creo que pensara con detenimiento en el terreno que se estaba metiendo, sino más bien que fue como aconsejando al cubano —con una frase de ocasión— para que saliera de “ese fastidio”. Ocurrió un poco después de las sidras, los besos y los abrazos de bienvenida al año 1986, y delante de la veintena de invitados que García Márquez tenía esa noche en su casa de Cuba, algo que ya se estaba haciendo una costumbre, “esperar el año en casa del Gabo”, una especie de coronación del Everest en el combinado de poder y gloria que se conocía entonces en Cuba, no tanto por Gabo sino por que Fidel hacía acto de presencia en cualquier momento.
Carmen había llegado esa misma tarde a La Habana para participar del exclusivo festejo, el último vuelo de Iberia del año 1985. Y Fidel se presentó en el recinto hacia las 12.30, luego de dedicar su noche a recorrer hospitales y visitar en su post operatorio al primer cubano con un corazón transplantado. Fidel estaba de pie. La puerta de salida al jardín estaba a su espalda. Carmen estaba a su lado y hablaban del desempleo mundial y de lo formidable que resultaba viajar en primera por Iberia cuando, de improviso, soltó aquello de: “Ah, oye, Fidel, ¿y por qué no acabáis de soltar a los presos políticos?” No puedo asegurar que fuesen las palabras exactas, pero sí que no se le debe haber olvidado lo que pasó a continuación. Casi nadie, hasta ese momento, había reparado en el personaje que yo tenía junto a mí, hundido en el cojín de un sofá beige, vestido con un terno de chaqueta negra pero sin corbata y que tomaba whisky con soda de un vaso enorme. Raúl Castro Ruz. Le bastó la brevedad del consejo de Carmen para saltar de su asiento —su vaso fue uno de los dos que de repente yo tuve en las manos— y comenzó la descarga de una virulenta diatriba. Era inadmisible que Carmen —ni nadie viniera del extranjero— se apeara con semejante solicitud. El gobierno cubano era el único en el mundo que se veía obligado soportar esa clase de cuestionamientos. No había un solo preso en Cuba que no hubiesen atentado contra los legítimos poderes del Estado cubano. La voz ronca y dura de Raúl surgía incontenible junto con sus argumentos. Fidel y Carmen parecían dos totems alrededor del cual se movía Raúl como en una danza de guerrero sioux. Carmen daba indicios de bascular levemente en el centro del círculo que describía Raúl —aguantaba con bastante entereza la embestida—, mientras Fidel se mantenía callado y con una inusitada expresión de ausencia. En su silencio, expresaba una cierta solidaridad con Carmen, y a su vez dejaba que el hermano desplegara su ataque sin contratiempos.
De cualquier manera Fidel estaba abocado a un dilema que requería de rápida solución. Raúl había colocado firmemente las desafiantes banderas de la Revolución ante uno de los temas más sensibles que la cercaban. Pero qué hacer con García Márquez, su amigo más útil en el ámbito internacional, su mensajero predilecto ante presidentes, príncipes, embajadores, amén de Hollywood, la Academia Sueca y todos los escritores del mundo. Era un asunto que afectaba directamente la majestad de sus relaciones públicas. Carmen Balcells no era cuestión de juego. A la figura administrativa más respetada y codiciada de las letras hispanas, su hermano Raúl acaba de convertirla en poco menos que un trapo de limpieza – desechable, por supuesto. ¡La mujer que atesoraba y distribuía la plata de García Márquez, Camilo José Cela y Mario Vargas Llosa, por nombrar las luminarias, humillada hasta el tuétano y temblando, literalmente temblando. Bueno, el festejo terminó más o menos como se pudo; algunos chistes forzados, algunas sonrisitas y unas despedidas bastante elusivas. Al otro día por la mañana, cuando Gabo me llamó, con la solicitud de que recogiera a Carmen (que se hospedaba en su casa) y me la llevara a pasear por La Habana, en aquella maravillosa y soleada tarde del invierno cubano, me dije: qué delicado Fidel, qué sabio. Conociendo de mis buenas relaciones con Carmen (sin que nunca me haya representado, aclaro) y siendo yo un escritor y no teniendo nada que ver con el severo empaque de los oficiales cubanos, llamó a Gabo para que yo le pasara la mano a Carmen. Fue el día que se puso en vigencia la ley del uso obligatorio del cinturón de seguridad en los coches. (Quedaban exentos los carros que no dispusieran de tales artefactos, es decir, cerca del 80 por ciento del parque automotor del país, puesto que eran los viejos campeones americanos de los años 50 que se mantenían en circulación, dando la pelea.) Me recuerdo de la fecha por los esfuerzos a que me obligó estrenar el cinturón del asiento derecho y amarrar allí a Carmen. Creí haber cumplido con eficiencia mi tarea, y el embrujo de aquella tarde de La Habana también debe haber contribuido, porque cuando se la devolví a Gabo, hacia las 5 de la tarde, la letanía de que sólo a ella se le ocurría “discutir con el hombre que más sabía en el mundo” se había disuelto. Tampoco fue complicado, con su reciedumbre de carácter, una catalana de cuerpo entero, entender perfectamente que tampoco los hermanos podían actuar de otra forma —mi principal argumento para calmarla.
Así que yo era un hombre feliz, un escritor que había acometido con todo éxito una tarea a favor de la Revolución fuera del campo de los libros, cuando la caravana de los tres Mercedes irrumpieron en la rampa. Carmen ya estaba dentro, merendando con la mujer de Gabo. Gabo y yo estábamos afuera, recostados a mi coche, hablando de mi paseo con su agente. El coronel Domingo Mainé, jefe de la escolta, abrió la portezuela del Mercedes y Fidel se dirigió directamente a nosotros. La angustia reflejada en su rostro era la adecuada para la pregunta que hizo a continuación, sin siquiera ocuparse de saludar primero: “Chico, ¿cómo está Carmen? Apenas he podido descansar por el incidente de anoche. Por la pena que tengo.” No me hacía falta más. De inmediato se me hizo evidente que la tarea de calmar a Carmen no había sido sugerida por Fidel. Había sido el propio Gabo el que la había ideado. “¿Qué se les ocurre a ustedes que podamos hacer por ella?”, preguntó a continuación. Su angustia parecía acrecentarse.
Yo estaba contrariado, lo confieso. Gabo era quien había resuelto el dilema por el Comandante. Una lección importante para mi futuro como escritor —¿o debo decir como revolucionario? Al haber cumplido una tarea del Gabo y no de Fidel, involuntariamente me podía haber situado en el bando de los perdedores. En el bando donde el muerto es el que debe borrar las huellas de su crimen.