sábado, 24 de diciembre de 2016

O llevarás luto por mí

Fidel Castro da un discurso en El Uvero, en 1959. Foto de Lee Lockwood.

Fidel quiso volver. En el invierno cubano de 2010, cuatro años después que delegara sus funciones, Castro se volvió a calzar su traje verde olivo y se sintió con fuerzas para retomar el poder y ponerles freno a las reformas de Raúl y, sobre todo, para impedir que su hermano avanzara en el establecimiento de un diálogo con Estados Unidos. Pero, como pocas veces en su historia política, Fidel no olfateó que ya era demasiado tarde, que Raúl ya tenía el poder absoluto.

No había vuelta atrás. Ni en su declive vital ni en el curso hacia donde estaba conduciendo Cuba el nuevo presidente. Por eso cuando algunos se preguntaron el último fin de semana de noviembre, con ánimo conspirador, si acaso el gobierno de ese país había retenido la noticia de la muerte de Fidel –informada la noche de ese viernes 25 por el mismo Raúl Castro- para preparar el ambiente, acallar cualquier conato de festejo y ajustar las ceremonias fúnebres, la respuesta fue clara: no había necesidad. Cuba y su régimen, e incluso buena parte del mundo, llevaban 10 años haciéndose la idea, sólo faltaba el desenlace; la maquinaria de las exequias mortuorias había sido montada con tiempo, y en la práctica hacía mucho que Fidel parecía que sus comentarios y “reflexiones” llegaban del pasado.

De cualquier forma, Fidel Castro dejó una marca indeleble y que se extendió por más de seis décadas. Puso a Cuba en el mapa, le dio protagonismo mundial, jaqueó a Estados Unidos y derramó su influencia no sólo por América Latina sino también por África. ¿Que si es un personaje del siglo XX? Claro que sí, pero supo aprovechar su tiempo, cabalgar la Guerra Fría y seducir a la Unión Soviética. Y sobrevivió a la caída de la URSS y al cambio de siglo, al punto que pudo extender nuevamente su influencia en países como Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua.

Yamileé, una médico cubana que cambió su oficio y su casa para recibir visitantes extranjeros en La Habana, se preguntaba en los días de luto decretados por su muerte, si Fidel Castro se convertiría en una imagen de camiseta, como de alguna manera se transformó el Che Guevara. A primera vista uno pensaría que no. A diferencia del argentino, Fidel murió de 90 años y su atractivo se perdió en los setenta u ochenta. Pero su orden de que no lo conviertan en estatuas y su nombre no sea utilizado ni en calles ni en edificios públicos podría alentar la aparición de poleras con su imagen. Claro, no la del viejito en silla de ruedas y con buzo deportivo, sino esas de joven fumando puros, cortando caña o jugando béisbol. Las mismas que llevan décadas colgadas en las casas de millones de cubanos.

La gran duda es hasta dónde llegará el legado de Fidel. Su hermano ha puesto en marcha lentamente su proceso de “actualización” del modelo (que algunos ven como desmantelamiento), y tiene nominado a un posible sucesor (Miguel Díaz-Canel), aunque podría estar deseoso de poner a su hijo, Alejandro Castro Espín. Pero en ese escenario de reformas, quien parece tener los mejores pergaminos es uno de los hijos de Fidel, Antonio, médico y vicepresidente de la Federación Cubana de Béisbol, quien mantuvo una relación muy estrecha con su padre y a quien, sostienen algunas fuentes, preparó para ese cometido, de la misma forma como Vito Corleone lo hizo con su hijo Michael.

Publicado en La Tercera el 24 de diciembre de 2016.