sábado, 26 de octubre de 2019
Una oportunidad para pensar al "hombre nuevo"
Por Pedro Schwarze
Publicado en la revista argentina Noticias el 24 de octubre de 2019
El alza del pasaje de Metro en Santiago apenas fue la chispa de una convulsión social que se venía incubando hace años y que estalló no solo en la capital —la única ciudad que tiene tren subterráneo— sino en todo Chile. Nadie pudo vislumbrar lo que vendría y nadie hasta ahora es capaz de determinar si logrará aplacarse este malestar de manera transitoria o definitiva.
La quema y destrucción de varias estaciones de Metro, sin duda una obra de orgullo para los santiaguinos y una enorme ayuda en los desplazamientos por la ciudad, nos impactó más que cualquier cosa. Y después supimos del saqueo e incendio de supermercados, con lo cual nos sentimos ante una barbarie que sembró la angustia y desesperación.
Para ahondar en esta situación de desasosiego, el gobierno decretó el estado de emergencia en Santiago, que se fue extendiendo por otras ciudades y regiones, sacó los militares a la calle y luego determinó el toque de queda nocturno. Estuviesen justificadas o no esas medidas, algo que se mantendrá en la discusión, lo que está claro es que eso despertó los recuerdos y los temores de lo que significó la pasada dictadura. Con mayor razón cuando ya se cuentan cerca de dos decenas de muertos, cinco de ellos, según los organismos oficiales de derechos humanos, por obra de efectivos policiales o militares.
Nuevamente la reacción se hizo sentir, incluso por jóvenes que no habían nacido cuando en este país gobernaba Pinochet. Multitudes coparon las calles con manifestaciones como las de antaño, las de los 80, animadas con el toque de cacerolas y pailas, y entonando como himno “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara. Una protesta transversal que incluso se deja sentir en los barrios donde tengo el privilegio de residir.
Las razones de este estallido son millones. Cada chileno tiene su versión, desde aquellos que observan con rabia encerrados en sus casas cómo se hace añicos el paraíso en el que estaban acostumbrados a vivir, hasta quienes desde las calles u hogares esperan que el viejo esquema de convivencia y de fragilidad social cambie y mejore su vida. Desilusión, enojo, esperanza, miedo.
Lo cierto es que la dirigencia de Chile, con sus medidas, mensajes y señales, lo único que hizo fue echar gasolina a un polvorín que, ahora vemos, estaba a punto de estallar. Es el mismo polvorín de descontento que llevó por segunda vez al gobierno tanto a Bachelet como a Piñera. Este último prometió "tiempos mejores" pero la noche del martes ya hablaba de “tiempos difíciles”.
Detrás de este caos -al que ni el gobierno, el Congreso y ninguno de los partidos políticos han sabido hacerle frente- está nuestra imperfecta transición, la decisión de no tocar el modelo económico y social y, aunque suene cliché, la dictadura de Pinochet y su herencia más profunda: un "hombre nuevo" individualista, ambicioso, habitante de una sociedad donde cada uno se las arregla como puede, donde el bien común y el bienestar colectivo no existen.
No por nada los manifestantes en la calle actúan como individuos, sin banderas de ningún tipo ni detrás proyectos colectivos. Los que destruyen las estaciones del Metro no pueden estar pensando en un bien común cuando saben que eso perjudicará a los sectores pobres y medios de buena parte de Santiago. Para qué decir los que saquean, representantes más brutales de ese estereotipo del winner, donde hay que ganar a toda costa, de que si yo no robo otro robará, aquel que entiende que en esta sociedad solo los pillos triunfan.
Ese es el país donde creíamos tenía una estabilidad incuestionable, donde había cabida para el crecimiento económico pero no para el ascenso social. Muchos hablan de buscar un diálogo, de escribir una nueva Constitución, de reformar el sistema de pensiones, de reducir las desigualdades, pero ninguno de estos "hombres nuevos" en que nos hemos convertido estamos, por ahora, dispuestos a meter la mano al bolsillo y aportar lo que nos corresponde para apagar este incendio y construir una sociedad mejor.
Como sea, la calle ha vuelto a reunir a una parte de la ciudadanía y tal vez sea el comienzo para que en algo podamos avanzar en reconstruir las confianzas y fortalecer así nuestras redes sociales. Pero no las virtuales, sino esas redes antiguas, las de los barrios, las agrupaciones gremiales, los colegios profesionales, los sindicatos, las federaciones de estudiantes, los partidos políticos —todas y cada una de ellas jibarizadas por este modelo de sociedad imperante—, para lograr una convivencia marcada por el entendimiento y la solidaridad, como si fuera un Metro en el que tenemos que entrar todos sin importar la estación en la que nos subimos o nos bajamos.