miércoles, 6 de noviembre de 2019
De herencias y señales
Por Pedro Schwarze
Publicado en revista Noticias, de Argentina, el 1 de noviembre, bajo el título "La protesta no cede".
Dos semanas después de que comenzaran las protestas de evasión en el Metro de Santiago y se desataran las manifestaciones multitudinarias en todo Chile, la pregunta que ronda es cuándo y qué aquietará las aguas de esta tormenta que ha cuestionado el orden político, social y económico de este país. Sin embargo, el aplacamiento de ese torbellino debiera ir de la mano de la búsqueda del camino que nos lleve a reparar las causas que provocaron esta revuelta ciudadana.
El Gobierno de Sebastián Piñera, que encendió la mecha de esta crisis que se incubó por décadas, ha intentado durante estos días controlar las protestas, reprimir las manifestaciones, contener el malestar y normalizar el país. Hasta ahora sin éxito. Como si su llamado a volver a la normalidad bastara. Ni la declaración del estado de emergencia, ni sacar a los militares a la calle ni imponer el toque de queda sirvió para frenar esta marea. Y tampoco parece suficiente la salida de Andrés Chadwick Piñera, ministro del Interior y primo hermano del presidente. Por algo las protestas callejeras siguen sucediéndose día a día con la consigna de #EstoNoPara.
Detrás de este ciclón se encuentran la herencia de la dictadura de Pinochet, las deudas de nuestra transición y la inercia de la clase dirigente, que se mantuvo en su zona de confort y que no avanzó en los cambios necesarios. El 5 de octubre de 1988, los chilenos rechazaron la continuidad de Pinochet en un plebiscito contemplado en una Constitución, la de 1980, hecha a su medida. Tras años de protestas, acciones de resistencia y aguante ante la represión, los ciudadanos y los partidos opositores se animaron a jugar en el terreno y con las reglas del dictador, y lo derrotaron.
Fue así como se abrió nuestra transición democrática, sobre la base de la misma Constitución de 1980 a la que se le han hecho 20 reformas desde entonces. Una transición considerada internacionalmente como exitosa ya que se avanzó en la democratización, pese a la amenaza militar y a la presencia de Pinochet en la comandancia en jefe del Ejército hasta 1998. Desde entonces se han sucedido siete gobiernos en estas tres décadas (cinco de centroizquierda y dos de derecha), donde se hicieron algunas modificaciones al marco político-legal y al modelo económico, que para algunos sectores resultaron ser simples retoques cosméticos.
La carta magna no fue la única herencia de la dictadura que aún se mantiene vigente: también está el sistema de pensiones (las AFP), el sistema privado de salud (las isapres) y un sistema público insuficiente, los casos de violaciones a los derechos humanos que todavía no se resuelven, la municipalización de la educación pública y el desarrollo de un individualismo metalizado. En Chile campea un modelo sustentado en el crecimiento económico, pero sin un esquema de protección social, donde cada uno se rasca cómo puede, y donde el nivel de endeudamiento de las familias alcanza niveles históricos (el stock de deuda equivalente en los hogares llega al 73,3% del ingreso disponible). Han sido tres décadas de crecimiento económico, de estabilidad y de reducción de la pobreza, pero donde no ha dejado de crecer la inequidad, donde el tejido social se ha destruido y donde el hecho de que los chilenos tengan más no ha sido sinónimo de mejoría social.
Si bien ahora estamos claros que por años había un problema cocinándose, el caldero sí había dado muestras de que estaba entrando en ebullición, como fue la revuelta de los secundarios (2006), las protestas de los universitarios por una educación gratuita (2011), las marchas contra las AFP (2016) y el movimiento feminista (2018). Un potaje al que se sumaron los escándalos de abusos en la iglesia católica y de corrupción en el Ejército y en Carabineros. Parece evidente que se requieren un cambio mayor, progresivo y gradual, y que, aunque puedan producirse en el mediano y largo plazo, parece imperante que los dirigentes —de Gobierno y oposición— den señales más concretas de avanzar en ese sentido.
Una de esas apuestas, y que la oposición ahora empuja con más fuerza para ponerla sobre la mesa, es la elaboración de una nueva Constitución. Una demanda que lleva años en la agenda de la izquierda y la centroizquierda y que ahora empieza a ser considerada por la centroderecha. También empieza a calar en ese sector —como medida tangible e inmediata— la propuesta de acortar la jornada semanal de trabajo a 40 horas (actualmente es de 45 horas), una iniciativa con un fuerte apoyo en los sondeos, y a la que el Gobierno y el oficialismo se resistían “porque no era el momento”, en medio de la ralentización económica y la guerra comercial entre China y Estados Unidos.
Pese a los intentos de las autoridades de volver a la calma, incluida una batería de medidas sociales y el pedido público de perdón por parte de Piñera, las calles de buena parte del país siguen en ebullición, inundadas por manifestantes. Son en su mayoría jóvenes que no vivieron la dictadura, que no supieron de las dificultades que hubo en los años primarios de la transición, una generación que solo ha vivido en democracia y que se ha visto bombardeada por el consumismo y la vigencia superflua de la redes sociales, que en general no participan en las elecciones tras el fin de la obligatoriedad del voto en 2012, razón por la cual no se sienten comprometidos en la toma de decisiones.
De hecho, en la manifestación del millón 200 mil personas del viernes 25, se podía encontrar desde jóvenes para los que la protesta se canaliza a través de la violencia y la destrucción, hasta otros para los que su presencia ahí estaba determinada casi por una moda o por estar presente en un “evento” histórico que no había que perderse. Precisamente uno de los mayores desafíos es la inclusión de aquellos que no se sienten incluidos o representados, no solo políticamente, sino en esta sociedad que durante décadas ha sido señalada como modelo de convivencia y crecimiento, pero que ahora deja mucho más claro sus imperfecciones, cojeras y claroscuros.
Sebastián Piñera —pese a que su popularidad cayó estas semanas a 14%, la menor de un gobernante en las últimas décadas— tiene la oportunidad de pasar a la historia como el presidente que inició las transformaciones que la calle y el malestar general demandan. Sin embargo, ha demostrado ser sordo a la hora de escuchar las señales a pesar de tener capacidad política y sentido de la oportunidad.
sábado, 26 de octubre de 2019
Una oportunidad para pensar al "hombre nuevo"
Por Pedro Schwarze
Publicado en la revista argentina Noticias el 24 de octubre de 2019
El alza del pasaje de Metro en Santiago apenas fue la chispa de una convulsión social que se venía incubando hace años y que estalló no solo en la capital —la única ciudad que tiene tren subterráneo— sino en todo Chile. Nadie pudo vislumbrar lo que vendría y nadie hasta ahora es capaz de determinar si logrará aplacarse este malestar de manera transitoria o definitiva.
La quema y destrucción de varias estaciones de Metro, sin duda una obra de orgullo para los santiaguinos y una enorme ayuda en los desplazamientos por la ciudad, nos impactó más que cualquier cosa. Y después supimos del saqueo e incendio de supermercados, con lo cual nos sentimos ante una barbarie que sembró la angustia y desesperación.
Para ahondar en esta situación de desasosiego, el gobierno decretó el estado de emergencia en Santiago, que se fue extendiendo por otras ciudades y regiones, sacó los militares a la calle y luego determinó el toque de queda nocturno. Estuviesen justificadas o no esas medidas, algo que se mantendrá en la discusión, lo que está claro es que eso despertó los recuerdos y los temores de lo que significó la pasada dictadura. Con mayor razón cuando ya se cuentan cerca de dos decenas de muertos, cinco de ellos, según los organismos oficiales de derechos humanos, por obra de efectivos policiales o militares.
Nuevamente la reacción se hizo sentir, incluso por jóvenes que no habían nacido cuando en este país gobernaba Pinochet. Multitudes coparon las calles con manifestaciones como las de antaño, las de los 80, animadas con el toque de cacerolas y pailas, y entonando como himno “El derecho de vivir en paz”, de Víctor Jara. Una protesta transversal que incluso se deja sentir en los barrios donde tengo el privilegio de residir.
Las razones de este estallido son millones. Cada chileno tiene su versión, desde aquellos que observan con rabia encerrados en sus casas cómo se hace añicos el paraíso en el que estaban acostumbrados a vivir, hasta quienes desde las calles u hogares esperan que el viejo esquema de convivencia y de fragilidad social cambie y mejore su vida. Desilusión, enojo, esperanza, miedo.
Lo cierto es que la dirigencia de Chile, con sus medidas, mensajes y señales, lo único que hizo fue echar gasolina a un polvorín que, ahora vemos, estaba a punto de estallar. Es el mismo polvorín de descontento que llevó por segunda vez al gobierno tanto a Bachelet como a Piñera. Este último prometió "tiempos mejores" pero la noche del martes ya hablaba de “tiempos difíciles”.
Detrás de este caos -al que ni el gobierno, el Congreso y ninguno de los partidos políticos han sabido hacerle frente- está nuestra imperfecta transición, la decisión de no tocar el modelo económico y social y, aunque suene cliché, la dictadura de Pinochet y su herencia más profunda: un "hombre nuevo" individualista, ambicioso, habitante de una sociedad donde cada uno se las arregla como puede, donde el bien común y el bienestar colectivo no existen.
No por nada los manifestantes en la calle actúan como individuos, sin banderas de ningún tipo ni detrás proyectos colectivos. Los que destruyen las estaciones del Metro no pueden estar pensando en un bien común cuando saben que eso perjudicará a los sectores pobres y medios de buena parte de Santiago. Para qué decir los que saquean, representantes más brutales de ese estereotipo del winner, donde hay que ganar a toda costa, de que si yo no robo otro robará, aquel que entiende que en esta sociedad solo los pillos triunfan.
Ese es el país donde creíamos tenía una estabilidad incuestionable, donde había cabida para el crecimiento económico pero no para el ascenso social. Muchos hablan de buscar un diálogo, de escribir una nueva Constitución, de reformar el sistema de pensiones, de reducir las desigualdades, pero ninguno de estos "hombres nuevos" en que nos hemos convertido estamos, por ahora, dispuestos a meter la mano al bolsillo y aportar lo que nos corresponde para apagar este incendio y construir una sociedad mejor.
Como sea, la calle ha vuelto a reunir a una parte de la ciudadanía y tal vez sea el comienzo para que en algo podamos avanzar en reconstruir las confianzas y fortalecer así nuestras redes sociales. Pero no las virtuales, sino esas redes antiguas, las de los barrios, las agrupaciones gremiales, los colegios profesionales, los sindicatos, las federaciones de estudiantes, los partidos políticos —todas y cada una de ellas jibarizadas por este modelo de sociedad imperante—, para lograr una convivencia marcada por el entendimiento y la solidaridad, como si fuera un Metro en el que tenemos que entrar todos sin importar la estación en la que nos subimos o nos bajamos.
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