A 19 años de los fusilamientos del llamado Caso Ochoa. Crónica de Norberto Fuentes publicada en El Nuevo Herald, el 11 de julio de 1999.
13 de Julio, 1989. La Revolución Cubana se acaba un poco antes de las 02:00 AM. Arnaldo Ochoa, Antonio de la Guardia, Amado Padrón y Jorge Martínez han sido fusilados por seis hombres al mando del coronel Luis Mesa en un potrero cercano a la base aérea de Baracoa, al oeste de La Habana. Se llevan con ellos la última posibilidad que tuvo un pueblo americano de existir en la historia como hombres indómitos, aunque fuese a su propia medida. Ahora, con los cadáveres de los cuatro compañeros que han sido fusilados, todavía insepultos y botando humo, estamos en el plano inclinado que conduce al país del que nunca escaparemos, de nuestras putas baratas y cabrones de la vida, y Fidel Castro, el hombre que una vez estuvo sentado en el trono milenario de Haile Selaise, mientras las tropas desfilaban en su honor, convertido en una caricatura de él mismo, criminal desnudo. Los habían arrestado un mes antes, el 12 de junio. Arrestado Arnaldo Ochoa a las 08:30 PM en el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, y los mellizos Antonio y Patricio de la Guardia, con un intervalo de minutos de separación, hacia la misma hora, en el Ministerio del Interior. No habrá amanecer para esta noche que ha comenzado. La última llama, que —con la perfección simétrica del hilo— saja la luz de las tinieblas, la nada del todo, se apaga. Estas tres criaturas, tres hombrecitos ahora cabizbajos, el mentón clavado en el pecho, aún enfundados en sus uniformes verdeolivo de mangas cortas y siendo conducidos entre toscos y reconocibles guardianes en los Ladas sin rótulos hacia los centros de procesamiento, mustios ahora para siempre y callados como muertos mientras escuchan los indicativos de las plantas Yaesu que parecen apoyarse en oleadas de ruido parásito, no tiene la menor capacidad para reconocer que el poder ha sido trasladados a ellos, que ha escapado de las manos de Fidel Castro porque ya Fidel Castro no es más la Revolución Cubana y que en una suerte de desplazamientos telúricos de las fuerzas de presión y cambio ejercidas desde adentro de los procesos revolucionarios, ellos lo poseen, todo el poder, todas sus posibilidades.
Pero enseguida quebraron la voluntad de Arnaldo, haciéndolo aparecer contrito y bovino en el Tribunal de Honor. “Les prometo a todos que mi último pensamiento será para Fidel”, dijo. Después Fidel visitó a Tony en Villa Marista y lo comparó con el samurai al cual el Shogún le pide su honor, pero le garantizó la vida a cambio de su inculpación.
Estuvieron advertidos, no obstante, y tuvieron tiempo para pensar sus coartadas e incluso escapar. Yo mismo avisé.
Era perceptible, bajo la gruesa capa de su altanería—que habitualmente le servía a Ochoa para su trato con los demás hombres—, que sus músculos comenzaban a tensarse, a la defensiva mientras le contaba que Raúl Castro me había mandado el recado de que me apartara de él y de Tony.
—Además, hay 200 000 dólares de los nicas que están perdidos, y Raúl dice que tú los tienes.
Arnaldo bajó intuitivamente la pierna izquierda del muro de piedras. Yo retrocedí. Quizá un paso. Los dos brazos de Arnaldo Ochoa se desplomaron a ambos lados. Quiso decir algo. Yo pensé que no me había entendido.
Creo que soy el único hombre que tuvo la oportunidad de ver a Arnaldo Ochoa palidecer y que los labios por un instante le temblaran, al igual que su voz.
—¿Que tú dices?
—200 mil dólares, los nicas, Raúl dice que tú los tienes.
—¿Te dijeron eso?
Y los brazos desplomados.
Se recuperó a medias, aún con la vista en ninguna parte, y él mismo ausente, y dijo algo que solo se oye en las películas.
—Estoy perdido.
Yo quedé contemplando a aquel hombre que había soltado amarras y que parecía haber abandonado el contacto con la tierra, y al que sería difícil ver sonreír una vez más, y cuya habitual conducta, franco y bromista, el tipo campechano, era historia pasada, y que de hecho no volví a ver más a no ser en los fragmentos de video tape editados por la televisión cubana del juicio que estaba a punto de celebrarse y del cual nosotros, desde luego, no teníamos idea.
—Arnaldo, ¿qué pasa?
—¿Dónde tú dices que fue eso, quiénes estaban delante?
—Raúl, Aldana, y Alcibíades, en el Comité Central, el lunes. Menos de 72 horas.
—Yo no soy hombre de 200 mil dólares.
Comencé a asentir, maquinalmente.
—Esos 200 000 dólares —dijo Arnaldo—. Eso no es lo que cuenta aquí. Y yo tampoco soy un hombre de 900 mil dólares. Ni de uno o dos milloncitos de dólares. Yo soy un hombre de no menos de 900 millones de dólares. Que esos son los negocios que se están haciendo aquí. Todos esos negocios que hacen tus amigo —una referencia a Tony y su gente— son cosas de muchachos, negocios miserables.
Parecía recuperar el viejo aplomo.
—Pero óyeme lo que te digo. Óyeme bien. Aquí se están haciendo negocios de muchos millones. Y tus amigos están fuera de todo. Ellos creen que están adentro. Pero no lo están. Aquí la jugada es de altura, socio. Y es en el juego que había que estar. Y yo sé quiénes lo están haciendo. Negocios de 900 y 1 000 millones. Mínimo.
Miró hacia su izquierda y comprobó que su chofer aguardaba, dentro del carro. Ochoa me estaba apuntando con el índice.
—Los negocios que yo quiero hacer son de no menos de 900 millones de dólares. Me tengo que ir.
No recibí ninguna expresión de gratitud, como esperaba. Estuvimos caminando. Llevábamos un paso cansino. Como deshaciéndonos de las armaduras después del combate.
Arnaldo fue arrestado el 29 de mayo en la oficina de Raúl Castro, cinco días después de esta conversación. El sábado le dijeron que cogiera su Land Rover y se fuera a Holguín, su tierra natal, y aprovechara para ver «las transformaciones de la Revolución».
Queda la esperanza de que faltara a su promesa de pensar en Fidel cuando lo pegaban al palo. Que no se hubiese puesto a esa hora con esa bobería. Sé que rechazó la venda y que le ataran las manos y que extendió los brazos como un crucificado y entonces se encogió de hombros como diciendo y ahora qué falta y que sacó el pecho, erguido como la proa de un acorazado que bate un mar de galerna, para que le encajaran bien las balas.